"Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada".
Ante un amor dulce y amargo estamos; un amor intenso y apasionado. Un amor primaveral que acabará siendo el protagonista en todas las estaciones del año.
Juan Valera nos presenta en esta obra maestra la fuerza del querer revestida por un inmenso erotismo y una delicada sensualidad en tierras andaluzas.
Como muchas otras, la novela finge el pretexto de ser un manuscrito que el narrador encontró y que, por lo curioso del caso decide dar a la imprenta. Dividida en tres partes, la primera la componen las cartas que Luis de Vargas, un joven a punto de convertirse en sacerdote, envía a su tío, su confesor y deán.
Estas cartas, que en principio dan cuenta de los días que el joven pasa junto a su padre, como despedida antes de tomar los hábitos, pronto empiezan a cantar las alabanzas de Pepita Jiménez. Pepita es una joven viuda de la localidad que, en principio atrae la atención del mozo debido a las atenciones que su padre le profesa. Como Luis cree que la mujer será su madrastra, considera lícito interesarse por ella.
Pero la primavera andaluza, la belleza de Pepita y la juventud de Luis pronto harán que el interés del seminarista comience a ser de índole romántica. Aunque, como suele suceder, él sea el último en comprender sus sentimientos.
Las cartas que dirige a su tío el deán demuestran su falta de conocimiento del mundo. Preservada por los muros del seminario, su vocación jamás ha sido puesta a prueba, lo que le permite mostrar cierta soberbia en la seguridad de que nada le puede hacer flaquear.
" Anteayer tarde fuimos a la huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo más ameno y pintoresco que puede imaginarse. El riachuelo que riega casi todas estas huertas, sangrado por mil acequias, pasa al lado de la que visitamos; se forma allí una presa, y cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco poblado en ambas márgenes de álamos blancos y negros, adelfas floridas y otros árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y transparente, se derrama en el fondo, formando espuma, y luego sigue su curso tortuoso por un canal que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus orillas de mil hierbas y flores, y cubriéndolas ahora con multitud de violetas".
El relato de Valera es muy idílico, o eso parece, pues se muestra un hermoso paisaje ensalzado a través de un locus amoenus, pero oculta está la información que él realmente nos quiere mostrar, y el encargado de interpretarla de tal modo es el lector. Esto no es más que apariencia; una mera carátula muy decorada que oculta la realidad de las palabras. De este modo, sabemos a la perfección la belleza que tenía aquel paraje donde habitaba la joven perla y sabemos lo que Don Luis, aquel joven de veintidós años de un recatado extremo, pensaba al imaginarse a su "doncella". Esto provocará en Don Luis un gran conflicto interno consigo mismo pues su propósito en la vida ya estaba escrito hasta que, inocente y casualmente, conoce a Pepita Jiménez, quien le enseñará la fuerza que puede llegar a tener el amor.
Es de gran importancia recalcar la gran idealización de la joven Pepita, que es mostrada como una donna angelicata: ojos verdes y grandes, similares a los de Circe, manos delicadas, suaves y cuidadas, casi transparentes. Cabellos rubios y tez pálida. Don Luis, por otra parte, se nos muestra con la imagen del perfecto cortesano, con cualidades que destacaban entre los jóvenes y con el afán de ser el mejor jinete de Andalucía.
Mención especial tienen en este relato los caballos, que se nos muestran como un símbolo de pasión desenfrenada, de excitación y sensualidad a la vez. Los caballos son el reflejo de los impulsos de estos jóvenes; se encabritan y se ponen de manos al verse y se vuelven incontrolables. Don Luis, que quiere aprender a montar y manejar un caballo, en verdad lo que quiere es controlar esa pasión y esos impulsos que tiene hacia Pepita, pues debe ser un buen seminarista, prudente y sereno. Y la mejor manera de hacernos entender esto sin emplear un lenguaje demasiado soez, es leyendo entre líneas y con comparaciones de esta índole. Realmente, se puede hacer una lectura bastante platónica pues, el intentar controlar a esos caballos desbocados se asemeja al mito del Carro Alado que Platón ideó: donde un auriga intenta controlar un caballo blanco y otro negro, que no son otra cosa que las pasiones humanas (con sus vicios y corrupciones).
En cuanto a su contenido, me ha llamado especialmente la atención la gran influencia de Garcilaso en esta obra. Se pueden encontrar constantes alusiones a su Soneto I:
"[…] quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio […]"
Se asemeja bastante y hace de eco al Soneto I de Garcilaso que, a su vez, bebía también del cancionero amoroso petrarquista: "cuando me paro a contemplar mi estado...". El homenaje que Valera le hace a Garcilaso se puede apreciar bastante bien. De hecho, también podemos ver algunas alusiones al paisaje de la Égloga I, con riachuelos y agua que corre con grato murmullo, frescas huertas y sendas.
Finalmente, me gustaría añadir una cita llena de ternura que me encantó y conmovió:
"La hermosura, obra de un arte soberano y divino, puede ser caduca y efímera, desaparecer en el instante; pero su idea es eterna y en la mente del hombre vive vida inmortal una vez percibida".
Comentarios
Publicar un comentario